Mandonguilles d'albergínia davant l'amenaça d'un segrest

"Continuaba hablándose de la reforma agraria, el único tema que suscitaba una reacción idéntica en todos los mayores: se ensombrecían. Esa nueva ley no permitía a los propietarios poseer más de doscientas hectáreas: el Estado les confiscaría la tierra excedente y la repartiría entre quienes no tenían. En casa se hablaba de propietarios que vendían las tierras a toda prisa, antes de que el Estado se las quitase, de otros que las donaban a los hijos, y de otros que realizaban simulaciones de venta a testaferros. Mosè tenía menos de doscientas hectáreas, por eso no entendía la preocupación de papá. Pero él aseguraba que la reforma agraria estaba mal hecha [...]. El tío Giovanni, habitualmente de una alegría contagiosa, estaba muy pensativo. Venían menos personas de visita desde Agrigento; quizá también ellas tenían preocupaciones. Se hablaba mucho de la Contribución –para mí, una mujer de nombre insólito que tenía la peculiaridad de intranquilizar a los hombres de casa– y de otra mujer igual de desagradable a la que en nuestra presencia se aludía con el nombre de «la Norma». Maria, mayor que yo y objeto de mi adoración, me explicó que la Contribución era un impuesto que se debía pagar el 18 de agosto, día del santo de mamá, y que las frases «Ojo con la Norma», «Acordaos de la Norma» o incluso la funesta: «Silencio, está la Norma!» eran la manera que tenían los adultos de avisarse mutuamente para evitar enzarzarse en una conversación sobre temas que resultaban inapropiados para los niños, o bien para interrumpirla. Me daba la impresión de que había desavenencias en la familia. La constatación me llegó cuando los abuelos se marcharon a Siculiana antes de lo previsto alegando que tenían cosas que hacer en casa, y papá, que estaba de mal humor con bastante frecuencia, empezó a quedarse a dormir a veces en su casa para revisar las cuentas. 
Un atardecer de agosto, interceptaron en la pista el coche donde iba mamá. No nos lo dijeron de modo explícito, pero, aunque no presenciamos el suceso directamente, lo seguimos desde la terraza. El sol se había puesto pero aún no estaba oscuro. Chiara y Gabriella jugaban en el salón con las muñecas de cartón. Maria tenía fiebre alta y no había querido que el tío Giovanni la dejase para ir a buscar al doctor Vadalà a Agrigento. Como los demás hombres de la casa estaban fuera, había ido mamá a toda prisa en busca del doctor, en el coche del tío pero conducido por Paolo. [...] Esperábamos con impaciencia la llegada del médico. Finalmente, vimos asomar el coche en el punto donde arrancaba la pista. En aquellos tiempos se secuestraba a personas y se interceptaban vehículos para amenazar a sus pasajeros, por lo que era normal seguir desde la terraza el recorrido de los automóviles de la familia. Yo contaba mentalmente los segundos que, según mis cálculos, tardaría en aparecer el morro del coche bajo Rubbabaruni; pero los segundos pasaban y el morro no aparecía. El coche se había volatilizado. Rápidamente y sin decir palabra, la tía Teresa y la tía Mariola se lavantaron. Agarradas a la barandilla, tenían los ojos clavados en la pista. El catalejo de Rosalía asomaba por la ventana de su garita. La tía Concettina, una pariente anciana que venía todos los años a pasar unas semanas, alternaba con sus profundos suspiros sus «Virgen santa, Virgen santa». El tiempo parecía haberse dilatado, casi suspendido. Nadie decía nada y nadie miraba a los demás. 
La voz estridente de Filomena reclamaba a mamá. No sabía que había ido a Agrigento y la quería en la cocina: las berenjenas estaban cocidas y escurridas, a punto para hacer albóndigas. Silencio. La tía Concettina le clavó los ojos embadurnados de rímel. «¿Dónde está la baronesa Elena? –seguía repitiendo Filomena, impertérrita–. ¿Dónde está la baronesa? Pina tenía que hacer las albóndigas y me ha dejado plantada. ¡Yo no sé! ¡Quiero que venga la baronesa!» Hasta que, exasperada, dije: «¡Voy yo!».
Además de la pulpa de berenjena bien escurrida y aplastada con el tenedor, Filomena había dispuesto el resto de los ingredientes sobre la encimera de mármol, cada uno en su propio plato, como le había enseñado mamá: pan rallado, menta y perejil picados, huevo, sal, pimienta, leche y caciocavallo rallado. Yo los miraba, intimidada. Las veces que había ayudado a mamá, le pasaba los ingredientes en espera del momento de dar forma a las albóndigas –planas y redondas, como le gustaban a ella–, pero nunca había preparado la masa yo sola. Nunca. «Se hace a ojo –decía mamá mientras mezclaba los ingredientes–, debes probarla y decidir si está en su punto cuando te guste a ti. Recuerda que cada berenjena tienen su propio sabor.» 
Trabajaba sin parar –un puñado de esto, una cucharada de lo otro, un chorrito de leche para suavizar, una pizca de guindilla- y, sin que me diera cuenta, la masa adquirió la consistencia adecuada: ni demasiado blanda ni demasiado dura. Tenía la mente en otro sitio. ¿Qué había ocurrido? Curiosamente, pensaba en el coche, no en mamá: imaginaba un pinchazo y los veía en el margen de la pista, a ella y al doctor Vadalà, mientras esperaban a que Paolo cambiase la rueda. ¿O quizá había sido una avería en el motor? Paolo decía que el motor «patinaba»: ¿habría sido eso? Y removía la masa con tanto ímpetu que el gran cuenco de cerámica se tambaleaba. Tenía un aspecto feo, gris verdoso y con grumos. La probé: había que añadir una cucharada de pecorino rallado, realzaría los otros sabores y le daría un intenso regusto. Pensativa, hacía unas albóndigas desiguales y llenas de bultos. 
«Pero, bueno, ¿se te ha olvidado cómo se hacen las albóndigas?», me apremiaba Filomena, impaciente. Su tarea consistía en enharinarlas y ponerlas en fila sobre la tabla, listas para freírlas en abundante aceite de oliva, a fuego vivo. Con el corazón en un puño, tomé como medida media cucharada y empecé a hacerlas como mamá me había enseñado cuando era pequeña, antes de que se pagasen a la mano: hacía caer en la palma humedecida una porción de masa y la redondeaba rápidamente; cuando se convertía en una esfera perfecta, apretando con decisión, pero no en exceso, la convertía en un medallón de un centímetro de grosor. Colocaba entonces la albóndiga de berejena  sobre la bandeja de cartón de los pasteles guardada para tal fin y cubierta con una capa de harina. En ese momento entraba en acción Filomena. Mientras tanto, yo seguía haciendo albóndigas idénticas y de forma perfecta, mecánicamente, y poco a poco los pensamientos negros se alejaban. 
No interrumpí el trabajo cuando oí el estruendo del coche en el zaguán; ni siquiera cuando mamá y el doctor Vadalà subieron a casa y las mujeres –señoras y criadas– los rodearon hablando a voces. 
Al día siguiente nos dijeron que había una plaga de víboras en Mosè: no debíamos ir a los campos de cultivo ni alejarnos de la granja hasta nueva orden. No me lo creí, y Maria tampoco. El tío Giovanni había perdido su jovialidad y los mayores se comunicaban casi exclusivamente en clave. Nos consolábamos hablando de otras cosas, pero no nos lo quitábamos de la cabeza: había sido una amenaza, lo habíamos averiguado nosotros solos. Sabíamos de la existencia de amenazas, secuestros y bandidos. Y de la mafia. Habíamos llegado a esa conclusión por las medias palabras y los semblantes de los mayores, por los gestos y la atmósfera cargada de algunos días. ¿Por qué? ¿Qué advertencia querían hacerle al tío? Estábamos seguros de que el objetivo era él, porque era su coche el que habían interceptado. Y mamá, ¿había pasado miedo? Me devoraba la ansiedad, pero no había nada que hacer: todos los adultos a los que preguntaba se atenían a esa versión de los hechos, incluida mamá. 
Cuando se nos permitió ir de nuevo al campo, descubrimos en Mastru Iacintu tres viejos olivos recién quemados." 
Simonetta Agnello Hornby (2016). Unas gotas de aceite (trad. Teresa Clavel). Barcelona: Gatopardo Ediciones (pàg. 132-137).
Sempre m'han encantat els plats de verdures, però mai m'havia plantejat seguir una alimentació vegetariana perquè pensava –i, de fet, penso– que com més variat i equilibrat sigui el que menges, millor. La meva filla ha decidit que no vol menjar carn (ni peix, bé, de peix ja no en volia menjar abans) i ara se'm planteja un nou repte perquè m'he d'assegurar que té una alimentació prou variada i amb tots els nutrients necessaris.

A la recerca de plats vegetarians (ovolacteovegetarians, per ser més exactes) vaig recordar aquest fantàstic llibre de la Simonetta Agnello Hornby i les seves receptes d'albergínies que menjaven cada estiu a la casa de Mosè, prop d'Agrigento, on la carn no era precisament abundant. I aquí estem, al peu del canó, pensant receptes possibles, planificant menús i tirant endavant aquesta nova aventura.

Mandonguilles d'albergínia

Ingredients (4-6 p.)

4 albergínies
1 gra d'all
10 fulles de menta
1 ou
100-120 g de pa ratllat
30-50 g de formatge ratllat (parmesà o pecorino)
Farina
Oli d'oliva verge extra
Sal i pebre negre

Rentem les albergínies, les tallem en dues meitats, les emboliquem amb paper d'alumini i les posem al forn a 200º una hora aproximadament.

Les deixem refredar i les passem per una batedora per fer-ne una crema espessa. La posem en un bol i hi afegim la sal, el pebre, el pa ratllat, l'ou, el formatge ratllat i la menta i l'all molt picats. Ho barregem tot bé amb una cullera.

Anem agafant porcions de la pasta, hi donem forma de mandonguilla, l'aplanem i la passem per farina. Les fregim en oli d'oliva ben calent i abundant. Les deixem sobre paper absorbent perquè no hi hagi tant d'oli i les servim amb amanida, pa de pita i patates fregides.

Barregem la polpa d'albergínia amb l'ou, el pa ratllat, el formatge, l'all i les espècies

Fem les mandonguilles, les aplanem i les enfarinem

Les fregim amb oli ben calent

Les servim amb amanida, pa de pita i patates fregides


Comentaris

  1. ohhh!! quina cosa mes bona, sóc molt fan de l' esberginia i aixi han de ser riquisimes. em recorden als falafels. sort en aquest nou camí!!

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    1. Sí, Gemma, són molt bones. Costa una mica trobar la consistència perquè no es desfacin, però tot és practicar. Moltes gràcies. Un petó!

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