Panada per a una juguesca mortal
"A las siete en punto sacaban, humeantes, las grandes tazas de caldo de pote, y el señor se aparecía un momento, risueño, longánimo. «A comer, muchachos, a rebañarme bien esas tarteras; que no quede piltrafa; denles cuanto necesiten... ¡Que nada les falte!» Desapareció, «para que comiesen con más libertad», y empezó el cuchareo alrededor de la larga mesa de nogal bruñido por el uso. ¡Vaya un caldo, amigos, vaya un caldo de chupeta! [...]
A este caldo no le faltaba requisito: su grasa, sus chorizos, su rabo, sus tajadas de carne... Y al elevar la cuchara a la boca, los canteros se estremecían de beatitud. Sólo en Nadal, y allá por Antruejo, y el día de la fiesta de la parroquia, les tocaba un caldo algo sabroso, ¿pero como éste? ¡Los guisados de los señores tienen un sainete particular! Cada cual despachó su tazón; muchos pidieron el segundo. Que viniese después gloria. No sería mejor que aquel caldo. Y Matías, chistoso como siempre (¡condenado Matías!), anunció a voz en cuello, jactándose:
–Yo, de cuanto venga, he de arrear tres raciones. Lo que coman tres, ¿oís?, cómolo yo.
–No eres hombre para eso –observó flemáticamente Eiroa, el viejo asentador de piedra, siempre esquinado con Matías.
Y éste, que acababa de echarse al coleto dos cacillos de vino seguidos, respondió con chunga y sorna:
–¿Que no soy hombre? Pues aventura algo tú... Aventúrame siquiera un peso de los que llevas en la faja.
Hubo una explosión de carcajadas, porque la avaricia de Eiroa era proverbial; ¡jamás pagaba aquel roña un vaso! Pero el asentador, echando a Matías una mirada de través, replicó con igual tono sardónico:
–Bueno, pues se aventura ¡retoño! Un peso te ganas o un peso me gano. ¡Recacho, Dios!
¡Cerrada la apuesta! Los canteros patearon de satisfacción. ¡Cómo iban a divertirse! [...] Después de las tres tazas de caldo con tajada y otros apéndices, cayeron tres platos de bacalao a la vizcaína, de lamerse los dedos, según estaba blando, sin raspas, nadando en aceite, con el gustillo picón de los pimientos. Luego, despojos de cerdo con habas «de manteca» y en pos la paella, o lo que fuese: un arroz en punto, lleno de tropezones de tocino, que alternaban con otros de ternera frita; y los estipulados tres platos llenísimos a «cogulo», fueron pasando –ya lentamente– por el tragadero de Matías. Sorbos continuos del rico tinto del Borde le ayudaban en la faena. Empezaba a sentir un profundo deseo de que el lance de la apuesta parase allí, de que no sirviese la cocinera más platos. La algazara de los compañeros le avisó: aparecía un nuevo manjar, tremendo; unas orondas, rubias, majestuosas empanadas de sardina. A Matías le pareció que eran piedras sillares, y que sentía su peso en mitad del pecho, oprimiéndole, deshaciéndole las costillas. Una ojeada burlona del asentador le devolvió ánimos. ¡Aunque reventara! Y, fanfarroneando, pidió media empanada para sí. Mejor que andar ración por ración. ¡Venga media empanada! Un murmurio de asombro, halagador para su vanidad, corrió por la mesa. La cocinera reía, mirando con babosa ternura a aquel guapo muchacho de tan buen diente. Y le partió la empanada, dejándole el trozo mayor.
Principió a engullir despacio, auxiliándose con el tinto. Masticaba poderosamente, y la indigesta pasta descendía, revuelta con el craso y plateado cuerpo de las sardinas, con el encebollado y el tomate del pebre. Le dolían las mandíbulas, y hubo un momento en que lanzó un suspiro hondo, afanoso, y paseó por la cocina una mirada suplicante, de extravío. Eiroa soltó una pulla.
–¡No es hombre quien más lo parece!
–¡Recacho! ¡Eso quisieras! ¡Se gana el peso!
Y el cantero, con esfuerzo heroico, supremo, pasó el último bocado de empanada y tendió el plato para que se lo llenasen de lo que a la empanada seguía: el arroz con leche y canela, al cual acompañaban unas tortas de huevo y miel, tan infladas que metían susto... A la vez que los postres sirviose el aguardiente, una «caña» de Cuba, especial. ¡Qué regodeo, qué fiesta, qué multiplicidad de sensaciones voluptuosas, refinadas! La cuadrilla estaba en el quinto cielo; perdido ya del todo el respeto a la cocina de los señores, hablaban a gritos, reían, comentaban la colosal apuesta."
Emilia Pardo Bazán (2007). "El «xeste»". A: Cuentos. Barcelona: Lumen (pàg. 164-166).
Panada de sardines
Ingredients (4 p.)
2 masses de panada3 cebes de Figueres
20 sardines
1 ou
Oli d'oliva extra verge
Sal, pebre
Pelem, rentem i tallem la ceba en juliana. En una paella, amb un raig d'oli d'oliva, la deixem que suï. Hi afegim sal i pebre, i la reservem.
Netegem les sardines. En traiem les escates, el cap i la tripa, i en fem dos filets nets. Hi posem sal i pebre i els reservem.
Estirem la massa de panada i hi posem al damunt, en una meitat, la meitat de la ceba i la meitat de les sardines al damunt. Dobleguem la massa per tancar-la i hi fem un contorn més gruixut doblegant la massa com si féssim un cordill procurant que quedi ben segellada. Fem el mateix amb l'altra massa i les posem en una safata que pugui anar al forn.
Preescalfem el forn. Batem un ou i pintem les masses de panada. Al centre de les panades hi fem un forat de mig centímetre amb el ganivet perquè surti el vapor i es coguin millor.
Les posem al forn a 200º durant 20 minuts. Les tallem per la meitat i les servim acompanyades d'una amanida.
Tallem la ceba en juliana i la posem en una paella amb un raig d'oli d'oliva |
Deixem que suï, la salpebrem i la reservem |
Estirem la massa i hi posem la ceba en una meitat |
Hi posem els filets de sardina al damunt |
Dobleguem la massa, hi fem una vora i fem un forat al centre |
La pintem amb ou batut i la posem al forn a 200º durant 20 minuts |
Quina feinada netejar les sardines, però aixi dóna gust. Una panada que crida: "mossega'm!"
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